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martes, 27 de noviembre de 2012

De Gaza… ¿a dónde?

 

Las palabras más sensatas sobre la segunda guerra de Gaza pueden haber sido las de un israelí que vive en un kibbutz cerca de la frontera con Gaza. «Si quieren defenderme… no envíen las Fuerzas Israelíes de Defensa para ‘vencer’», escribió Michal Vasser en Haaretz el 15 de noviembre. «Empiecen a pensar en el largo plazo y no sólo sobre las próximas elecciones. Intenten negociar hasta que salga humo blanco por la chimenea. Tiendan una mano al Presidente palestino Mahmoud Abbas. Cesen los ‘asesinatos con precisión milimétrica’ y miren también a los ojos a los civiles del otro bando».

Naturalmente, Israel tiene derecho a defenderse de los ataques con cohetes, pero la enseñanza que se desprende de los dos últimos decenios es la de que los ataques cesan y las intifadas no comienzan cuando existe una perspectiva de paz y que, cuando no la hay, la militancia palestina es incontenible.

Las posibilidades de una solución completa y sostenible con dos Estados que ahora se está negociando con la Autoridad Palestina (AP) de Mahmoud Abbas, radicada en la Cisjordania–y su aceptación, aunque a regañadientes, por Hamás de Gaza después de una votación popular– pueden ser escasas y estar reduciéndose, pero la única opción sustitutiva es un ciclo recurrente e inacabable de violencia mortal entre israelíes y palestinos.

La prioridad inmediata es la de calmar y estabilizar la situación en Gaza, pero, para que no haya más estallidos y aún peores, las autoridades israelíes deben hacerse algunas preguntas fundamentales, como también sus rancios partidarios en los Estados Unidos y en países como el mío.

¿Cómo se fomenta la paz, si la eliminación o disminución dramática de la capacidad de Hamás deja a Gaza en manos de grupos aún más militantes y brinda nuevos reclutamientos a los islamistas en toda la región?

¿Cómo se sirve a la seguridad nacional de Israel cuando, por su intervención en Gaza y la falta de ella en relación con Abbas, se pone en peligro sus tratados, ya antiguos, de paz con Egipto y Jordania, que tanto costó conseguir (pero ahora parecen muy frágiles en verdad tras la “primavera árabe”)?

¿Cómo se puede dejar a los dirigentes palestinos preferidos de Israel, Abbas y el Primer Ministro de la AP, Salam Fayyad, con capacidad creíble alguna para negociar, si no se pueden iniciar las conversaciones hasta que, como insiste Israel, retiren su mínima condición de una paralización de los asentamientos en los Territorios Ocupados?

Por mucho que Israel le quite importancia, la Iniciativa Árabe de Paz de 2002 sigue ofreciendo un acuerdo de importancia decisiva: normalización completa de las relaciones por parte del mundo árabe en su totalidad a cambio de un acuerdo amplio de paz. ¿Durante cuánto tiempo se puede mantener esa posición de la Liga Árabe, si las conversaciones sobre la paz no llegan a nada?

Otra gran pregunta para Israel es si puede aceptar las consecuencias de que desaparezca completamente del programa una solución con dos Estados. Como advirtió el padre fundador David Ben Gurion, Israel puede ser un Estado judío, puede ser un Estado democrático y puede ser un Estado que ocupe todo el Israel histórico, pero no puede ser las tres cosas.

Según el CIA World Factbook, los judíos superan actualmente en número a los no judíos por 6,4 millones frente a 5,6 millones en la zona total de la Palestina histórica, pero, con un índice de natalidad muy inferior y una inmigración en disminución, sólo es cuestión de tiempo que los judíos sean una minoría.

Cuando Gaza sigue ardiendo, otra pregunta candente está esperando su oportunidad. ¿Qué se supone que Israel y sus partidarios pueden conseguir al oponer una resistencia encarnizada a la resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas que reconozca a Palestina como “Estado observador” no miembro (con un estatuto como el del Vaticano), que ahora parece que se presentará inevitablemente y una enorme mayoría internacional aprobará el 29 de noviembre o hacia esa fecha?

El texto del proyecto de resolución que ahora está circulando no contiene lenguaje ofensivo. Dice claramente que la adhesión plena a las Naciones Unidas sigue por determinar y que todas las cuestiones relativas al estatuto final, como fronteras, refugiados, Jerusalén y la seguridad están por negociar. Cierto es que la aprobación de esa resolución podría brindar a Palestina cierta facultad –de la que ahora carece– para presentar demandas ante el Tribunal Penal Internacional de La Haya por supuestas violaciones del derecho internacional, pero el TPI no es un tribunal irresponsable y es de esperar que las alegaciones insubstanciales no sean atendidas. La estatalidad palestina ha sido siempre un requisito indispensable de las propias paz y seguridad de Israel a largo plazo e interesa abrumadoramente a este país desactivar –en lugar de inflamar aún más– esa cuestión, cosa que ha pasado a ser más urgente que nunca en vista de las nuevas realidades de poder en la región.

En una palabra, Israel no debe considerar la votación en las Naciones Unidas una excusa para un nuevo enfrentamiento, sino una oportunidad para un nuevo comienzo de negociaciones en serio. La reacción de los Estados Unidos es decisiva: en lugar de castigar a la AP y tal vez a las Naciones Unidas también, deben utilizar la resolución para proponer la salida del círculo vicioso mediante la diplomacia que el mundo lleva tanto tiempo esperando.

Naturalmente, para poner sobre la mesa un plan sobre una solución completa que aborde todas las cuestiones relativas al estatuto final, con avenencias para cuya aceptación se verían persuadidas y presionadas todas las partes, requeriría habilidad política. Lamentablemente, esa calidad ha estado angustiosamente ausente de la diplomacia de Oriente Medio desde tiempos casi inmemoriales.

*Gareth Evans

Ministro de Asuntos Exteriores de Australia de 1988 a 1996 y presidente del Internacional Crisis Group de 2000 a 2009

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